Marco teórico

Cultura

1.1. Concebir la noción desde el plano de la significación

Definir el concepto cultura encarna un proceso complejo, que implica la puesta en común de diversos puntos de vista acerca de esta noción abstracta. Para interpretar este término, nos centraremos en los avances producidos dentro del marco de los Estudios Culturales, en específico, el desarrollo realizado en el campo de la sociología de la cultura. Esta disciplina centra sus estudios en «los procesos de significación y de producción de sentido, entendiendo que si bien todos los hechos sociales son significativos, su análisis y comprensión no se agotan con el desciframiento de sus significaciones sino que es preciso [...] considerar las otras y diversas dimensiones que dan cuenta de la vida social» (Margulis, 2009: 9).

Para comenzar, consideramos pertinente plantear las diferentes acepciones del término cultura a lo largo del tiempo, ya que reconocer su historización nos resulta especialmente provechoso para comprender el tratamiento del mismo dentro del campo de la sociología. El término, proveniente del latín, «empieza por designar un proceso –la cultura (cultivo) de granos o (cría y alimentación) de animales, y por extensión la cultura (cultivo activo) de la mente humana– [...] y acaba por designar una configuración o generalización del “espíritu” que conformaba “todo el modo de vida” de un pueblo en particular» (Williams, 1981 [2015]: 10). En un contexto de uso general, este término evoca un abanico de significados que surgen del sentido común y son categorizados por Williams de la siguiente manera: un estado de desarrollo de la mente (una persona “culta”), los procesos de este desarrollo (actividades o intereses culturales) y los medios de estos procesos (las obras humanas intelectuales y las artes). Sin embargo, la presente investigación coincide con la postura de Margulis (2009), al apartarse de estos significados por considerarlos reduccionistas, ya que acotan su alcance y entorpecen el análisis.

Prosiguiendo con la historización propuesta, Williams advierte que durante el siglo xx las definiciones más aceptadas del concepto dentro del campo de la sociología de la cultura se diferenciaban según dos grandes posiciones. La primera de ellas, denominada idealista, «subraya el “espíritu conformador” de un modo de vida global, que se manifiesta en toda la gama de actividades sociales, pero que es más evidente en las actividades “específicamente culturales”» (1981 [2015]: 11). La otra, materialista, «destaca “un orden social global”, dentro del cual una cultura especificable, por sus estilos artísticos y su forma de trabajo intelectual, se considera como el producto directo o indirecto de un orden fundamentalmente constituido por otras actividades sociales» (11). Es entonces que, a partir de la convergencia de ambas posturas, Williams propone considerar a la cultura como «el sistema significante a través del cual necesariamente un orden social se comunica, se reproduce, se experimenta y se investiga» (12).

Esta postura es superadora en tanto comprende al sistema significante no sólo como esencial, sino como esencialmente implicado en todas las formas de actividad social y define a las actividades intelectuales y artísticas con mayor amplitud, incluyendo dentro de las mismas a todas las prácticas significantes: «desde el lenguaje, pasando por las artes y la filosofía, hasta el periodismo, la moda y la publicidad» (12). Grimson advierte que separar los dominios de la vida social (economía, política, cultura) en esferas conlleva a una incomprensión radical del mundo, coincidiendo con Williams al destacar:

No hay una sola práctica humana que no sea una práctica de significación, y eso implica que las esferas son construcciones epistemológicas contingentes creadas durante una etapa de la historia teórica [...] la cultura no es un anexo o una esfera interesante, sino una trama donde se producen disputas cruciales sobre las desigualdades, sus legitimidades y las posibilidades de transformación (Grimson, 2011: 41).

Margulis refuerza esta propuesta teórica afirmando que al concebir la cultura en el plano de la significación, se posibilita estudiar «las significaciones compartidas y el caudal simbólico que se manifiestan en los mensajes y en la acción y por medio de los cuales los miembros de un grupo social piensan y se representan a si mismos, su contexto social y el mundo que los rodea» (2009: 9). Este posicionamiento teórico respecto de la cultura resulta especialmente útil a los fines de una investigación propuesta desde el campo de diseño de comunicación visual, ya que al ser entendido como una práctica significante, las piezas generadas dentro del campo constituirían signos elaborados cultural y socialmente y por lo tanto es ineludible un análisis que de cuenta de dicha complejidad.


1.2. La hegemonía en el proceso social total

La distinción de la cultura como sistema significante realizado habilita a entenderlo en tanto proceso social total en que los hombres configuran su vida. El concepto de hegemonía insiste en relacionar el mencionado proceso con las distribuciones específicas del poder y la influencia, derivando en una noción que tiene un alcance mayor que el propio concepto de cultura y el de ideología. Williams afirma que:

La hegemonía constituye todo un cuerpo de prácticas y expectativas en relación con la totalidad de la vida: en nuestros sentidos y dosis de energía, las percepciones definidas que tenemos de nosotros mismos y de nuestro mundo. Es un vívido sistema de significados y valores –fundamentales y constitutivos– que en la medida en que son experimentados como prácticas parecen confirmarse recíprocamente. (Williams, 1977 [2000]: 131)

El autor resalta que en el reconocimiento de la totalidad del proceso es donde el concepto de hegemonía resulta más abarcativo que el de ideología: mientras ésta es entendida como el sistema consciente de ideas y creencias, la hegemonía implica «todo el proceso social vivido, organizado prácticamente por significados y valores específicos y dominantes» (130). Asimismo, se aclara que la hegemonía no es tan sólo el nivel superior articulado de la ideología ni tampoco sus formas de control, sino que es el sentido de la realidad para la mayoría de la sociedad, «un sentido de lo absoluto debido a la realidad experimentada» (131). Las ventajas de este concepto residen en la correspondencia más estrecha con los procesos normales de organización de las sociedades desarrolladas. A la hora de realizar un análisis de tipo sociológico, esta noción se comporta de manera mucho más cercana a la realidad que las ideas relacionadas con la dominación de clase.

Una hegemonía no es la anulación del conflicto, sino el establecimiento de un lenguaje y un campo de posibilidades para el conflicto.
Grimson, 2011: 46

Williams advierte que es un error caracterizar la hegemonía como uniforme, estática o más abstracta de lo que realmente puede ser en la práctica. Sus rasgos determinantes deben ser comprendidos en la experiencia para evitar abstracciones totalizadoras. No es un sistema o una estructura, es siempre un proceso complejo que involucra experiencias, relaciones y actividades; que tiene límites y presiones específicas y cambiantes. Nunca se da de modo pasivo: Grimson advierte que «una hegemonía no es la anulación del conflicto, sino, más bien, el establecimiento de un lenguaje y un campo de posibilidades para el conflicto» (2011: 46). La propia noción establece los términos de su renovación, defensa y modificación, como así tambien de su resistencia, limitación o desafío, encarnando los conceptos de contrahegemonía y de hegemonía alternativa. Si bien por definición la hegemonía es dominante, «jamás lo es de modo total o exclusivo. En todas las épocas las formas alternativas o directamente opuestas de la política y la cultura existen en la sociedad como elementos significativos» (135).

Frente a estas alternativas opositoras que cuestionan o amenazan su dominación, la función hegemónica consiste en controlarlas, transformalas o incluso incorporarlas:

La realidad del proceso cultural debe incluir siempre los esfuerzos y contribuciones de los que de un modo u otro se hallan fuera o al margen de los términos que plantea la hegemonía específica [...] La cultura dominante, por así decirlo, produce y limita a la vez sus propias formas de contracultura (135 - 136).

En síntesis, la hegemonía supone siempre un vínculo y organización de significados, valores y prácticas que de otra manera estarían separadas e incluso enfrentadas, incorporándolas a una cultura significativa y a un orden social efectivo.

1.3. Reproducción cultural: el rol de las tradiciones, instituciones y formaciones

En primer lugar, es necesario aclarar que, en el ámbito de los estudios culturales, el uso del término reproducción no debe ser reducido a las acepciones corrientes: no debe ser entendida en un sentido uniforme (producción de copias) o genético (generación biológica de nuevos organismos dentro de una misma especie). La complejidad del término reside en la incapacidad de transferencia directa de significados, pero resulta provechoso «pensar “con” él en lugar de hacerlos dominados por él» (Williams, 1981 [2015]: 154).

Como hemos mencionado, la cultura constituye siempre un proceso activo, y como tal, le es imprescindible generar las condiciones necesarias para perpetuarse en el tiempo:

Puede decirse que es inherente al concepto de una cultura su capacidad para ser reproducida; y, más aún, que en muchos de sus rasgos la cultura es realmente un modo de reproducción (Williams, 1981 [2015]: 153).

Teniendo en cuenta que la cultura no es simplemente un estilo de vida en un determinado momento, es necesario comprenderla como «una selección y organización, de pasado y presente, que aporta necesariamente sus propios tipos de continuidad» (153). Según Williams, esta continuidad se ve sustentada por tres aspectos dentro del proceso cultural: las tradiciones, las instituciones y las formaciones.

Tradiciones

Williams define a la tradición como una fuerza activamente configurativa, ya que en la práctica, «es la expresión más evidente de las presiones y límites dominantes y hegemónicos» (1977 [2000]: 137). Lejos de ser simplemente un conjunto histórico anecdótico, su poder reside en su efectividad como medio de incorporación práctico: «es el proceso de la reproducción en acción» (Williams, 1981 [2015]: 153). Este proceso se alimenta de recortes de hechos históricos. Mientras se excluyen ciertas prácticas y significados, otras son acentuadas y presentadas como el pasado significativo, ofreciendo una ratificación cultural e histórica de un orden contemporáneo:

Lo que debemos comprender no es precisamente “una tradición”, sino una tradición selectiva: una versión intencionalmente selectiva de un pasado configurado y de un presente preconfigurado, que resulta entonces poderosamente operativo dentro del proceso de definición e identificación cultural y social (Williams, 1977 [2000]: 137)

La transmisión de esta herencia cultural se encuentra asociada a una serie de continuidades prácticas que son incorporadas desde la más temprana edad: familia, trabajo, instituciones, idioma. Estas prácticas socializadoras son inevitables para los individuos y es mediante ellas que se internalizan los códigos de la cultura.

Como menciona Williams, la tradición es a la vez poderosa y vulnerable. Estas cualidades intrínsecas y opuestas del concepto se dan debido a su caracter selectivo:

Es poderosa debido a que se halla sumamente capacitada para producir conexiones activas y selectivas, dejando a un lado las que no desea [...] y atacando a las que no puede incorporar [...] Es vulnerable porque el verdadero registro es efectivamente recuperable y gran parte de las continuidades prácticas alternativas o en oposición todavía son aprovechables (Williams, 1977 [2000]: 139)

En cuanto a su establecimiento efectivo en la sociedad, no se debe subestimar el proceso suponiendo que depende sólamente de instituciones o agentes formalmente identificables. Grimson advierte que los procesos de sedimentación de las prácticas como tradiciones «no resultan de las intervenciones políticas delimitables de las elites o de sectores subalternos» (2011: 18). Es tan incorrecto adoptar la postura naturalista, y considerar que los grupos o naciones poseen tradiciones propias per sé, como pensar en la posibilidad de inventar tradiciones, «donde los agentes sociales específicos crean o recrean pasados, y postulan el anudamiento de categorías identitarias a los significados del ser, de las costumbres, de las ideas y los sentimientos» (17). Said, ensayista palestino-estadounidense reconocido por su revisión crítica de las relaciones entre culturas orientales y occidentales, ejemplifica esta situación refiriendose a imágenes duraderas del pasado cultural, como las de la Grecia clásica, advirtiendo que las mismas «están acompañadas de un componente importante de manipulación, invención, limpieza, purgación y falsificación deliberada y retrospectiva» (2011: 39). A lo largo de la historia se ha intentado, muchas veces en vano, generar relatos que sean aceptados por poblaciones enteras como tradiciones. Estas acciones culturales están insertas en una lógica situacional donde se juegan conflictos e intereses y por lo tanto «deben ser sometidas a un análisis contextual radical que, al ir a la raíz, reponga el sentido práctico de esas fabricaciones no sólo para los productores, sino para los sectores sociales que las incorporan» (Grimson, 2011: 17). Al igual que el autor, nos resulta interesante reflexionar acerca de por qué ciertos relatos son rechazados mientras otros logran ser incorporados, aceptados y naturalizados.

Instituciones

Para el desarrollo de la vida en sociedad es preciso que los individuos incorporen los códigos de la cultura. Esto se lleva a cabo mediante la socialización que «es en la práctica, en cualquier sociedad verdadera, un tipo específico de incorporación [...] el proceso universal y abstracto del que puede decirse que dependen todos los seres humanos» (Williams, 1977 [2000]: 140). Las instituciones juegan un papel clave dentro de este proceso, influyendo decisivamente sobre la reproducción de determinados significados, valores y prácticas. Es esencial entender que «dentro de este necesario proceso, las actitudes fundamentales y selectivas con respecto a uno mismo, a los demás, al orden social y al mundo material se enseñan tanto consciente como inconscientemente» (íbid.) siendo así mecanismos de reproducción del orden hegemónico imperante.

Como menciona Margulis, «tienen particular importancia determinadas instituciones: la familia, la escuela y otras instancias dedicadas a la educación, además de los lugares de trabajo y de sociabilidad (la fábrica, la oficina, el sindicato, la iglesia)» (2009: 31). En el caso específico de este análisis, nos enfocaremos en aquellas instituciones relacionadas con la educación. Williams señala que un rasgo característico de los sistemas educacionales es la proclamación de la transmisión de conocimiento en un sentido absoluto, pero «es obvio que los diferentes sistemas, en épocas y países diferentes, transmiten versiones selectivas radicalmente diferentes» (Williams, 1981 [2015]: 155). En otras palabras, en la escuela se transmiten las habilidades y conocimiento necesarios, pero «siempre a través de una selección particular de la esfera aprovechable y junto con actitudes intrínsecas, tanto para las relaciones sociales como educacionales, que en la práctica son virtualmente inextricables» (Williams, 1977 [2000]: 140). Este sesgo se transparenta al analizar qué, a quiénes y de qué manera se enseña, estudiando los contenidos curriculares, los modos de selección de quienes serán educados y las estrategias pedagógicas aplicadas.

Es importante advertir que la suma de todas las instituciones no constituye una hegemonía orgánica, sino que es un proceso mucho más complejo, lleno de contradicciones y conflictos: «esta es la razón por la que no puede reducirse a las actividades de un aparato ideológico estatal» (140). Aún así, existen dispositivos políticos que se implementan en instituciones, tales como la escuela, con el fin reproducir determinada postura ideológica. Esto es aún más evidente en el caso de las escuelas estatales, ya que en éstas la el grado variable de distancia de la práctica respecto del Estado es reducido.

Formaciones

Las formaciones son definidas por Williams como «movimientos y tendencias efectivos [...] que tienen una influencia significativa y a veces decisiva sobre el desarrollo activo de una cultura y que presentan una relación variable y a veces solapada con las instituciones formales» (1977 [2000] : 139). Generalmente se los distingue por sus producciones, fruto de un modo específico de una practica especializada.

El análisis de la cultura no se debe reducir a sus procesos variables y definiciones sociales –tradiciones, instituciones y formaciones– sino también en sus interrelaciones dinámicas, observando cómo se relacionan en el proceso cultural total. Hablar de formación cultural dominante es hablar de lo hegemónico, pero no se debe dejar de lado lo residual y lo emergente, ya que «en cualquier proceso verdadero y en cualquier momento de este proceso, son significativos tanto en sí mismos como en lo que revelan sobre las características de lo dominante» (íbid., 144).

El autor destaca que «toda cultura incluye elementos aprovechables de su pasado, pero su lugar dentro del proceso cultural contemporáneo es profundamente variable» (íbid.). Esta cita condensa la principal diferencia entre las formaciones residuales y las arcaicas, que suelen ser difíciles de distinguir debido a que ambas se constituyen en base a elementos del pasado. Lo arcaico se reconoce como un elemento del pasado para ser observado o examinado, pero no se halla en actividad como elemento del presente, a diferencia de lo residual. Al distinguir este aspecto Williams afirma que este tipo de formaciones pueden presentar relaciones alternativas o incluso de oposición con la cultura dominante y por lo tanto «ciertas experiencias, significados y valores que no pueden ser expresados o sustancialmente verificados en términos de la cultura dominante son, no obstante, vividos y practicados sobre la base de un remanente» (íbid.). Para nuestro análisis resulta especialmente operativa esta noción para reflexionar acerca del lugar en el proceso social contemporáneo de lo activamente residual, ya que, como menciona el autor, es en la incorporación a lo dominante donde el trabajo de la tradición selectiva se vuelve evidente.

Por otro lado, las formaciones emergentes se refieren a prácticas, relaciones y tipos de relaciones novedosas que se crean continuamente: «sin embargo, resulta excepcionalmente difícil distinguir entre los elementos que constituyen efectivamente una nueva fase de la cultura dominante [...] y los elementos que son esencialmente alternativos o de oposición a ella: en este sentido, emergente antes que simplemente nuevo» (íbid., 146).

Para concluir, es preciso mencionar que ninguna cultura dominante «verdaderamente incluye o agota toda la práctica humana» (íbid., 147), y es en el contraste de las relaciones entre lo dominante, lo residual y lo emergente que se llega a una plena comprensión del accionar hegemónico en el proceso significante total.