Marco teórico

Identidad

2.1. Un proceso en constante (re)construcción

La noción de identidad ha sido definida históricamente desde diversos campos de conocimiento: mientras que las ciencias duras la limitan a la igualdad constante entre dos expresiones, remarcando su invariabilidad, las ciencias sociales resaltan «la condición por siempre provisional de la identidad» (Bauman, 2005: 41), entendiéndola como una construcción en constante reformulación. Desde el campo de la antropología, este término se constituyó y enriqueció a partir de los estudios de las relaciones entre etnias, lo cual derivó en una superposición con la noción de cultura. Este apartado se propone dilucidar los límites entre ambos términos con el fin de alcanzar una comprensión más profunda de los procesos sociales y sus contextos.

Para realizar una aproximación provechosa a este concepto, es necesario entenderlo a la luz de dos elementos clave. Por un lado, la idea de relación: las sociedades no pueden ser comprendidas en sí mismas, de manera aislada, ya que «ningún grupo humano existe, ningún conjunto de personas se agrupa y define ese acto de agruparse, sino en relación a otras que perciben, sienten y definen como diferentes» (Grimson, 2001: 14), es decir que al mismo tiempo que se establece un nosotros, se define un ellos. Por otro, el carácter histórico de toda identidad: «ese nos/otros es al mismo tiempo, el resultado de sedimentaciones de un proceso histórico como una contingencia sujeta a transformaciones» (31).

Grimson plantea que cada individuo incorpora desde su nacimiento diferentes tramas significantes presentes en la sociedad pero que tiene cierta libertad a la hora de elegir con cuáles identificarse:

En una primera distinción, entonces, lo cultural alude a las prácticas, creencias y significados rutinarios y fuertemente sedimentados, mientras que lo identitario refiere a los sentimientos de pertenencia a un colectivo y a los agrupamientos fundados en intereses compartidos (138).

A partir de esta consideración, se puede afirmar que las fronteras culturales e identitarias no siempre son coincidentes: no necesariamente cada miembro de un grupo social con una cultura compartida se siente parte de él. Asimismo, no se debe caer en la idea estereotipada de que las identidades delimitan fronteras fijas que constituyen mundos homogéneos en su interior. Grimson advierte que dicha uniformidad imaginaria no sólo pasa por alto las diferencias internas de los otros sino también las desigualdades y las heterogeneidades del nosotros.

Los parámetros sobre los que se define la identidad han cambiado drásticamente en los últimos siglos. García Canclini (1995) propone pensar la identidad desde otros ejes, alegando que las identidades de las nuevas generaciones se organizan menos en torno a los símbolos como los de la memoria patria y pasan a configurarse a partir del consumo:

Las transformaciones constantes en las tecnologías de producción, en el diseño de los objetos, en la comunicación mas extensiva e intensiva entre sociedades –y de lo que esto genera en la ampliación de deseos y expectativas– vuelven inestables las identidades fijadas en repertorios de bienes exclusivos de una comunidad étnica o nacional (14-15).

Bauman (2005), sostiene que en el avance hacia la modernidad líquida se han perdido los anclajes sociales que hacen que la identidad parezca natural, predeterminada e innegociable. Los individuos dejan de atribuirla a elementos histórico-territoriales y pasan a buscar, construir y mantener relaciones con colectivos identitarios móviles que evolucionan rápidamente.

Para evitar un análisis superficial, Castells (1997 [2001]) afirma que no es suficiente con definir a las identidades como procesos en constante (re)construcción sino preguntarse cómo, desde qué, por quién y para qué se construyen. Asegura que, si bien en esta construcción intervienen elementos de la historia, la geografía, la biología, las instituciones productivas y reproductivas, la memoria colectiva y los aparatos de poder, en cada grupo social se procesan y reordenan en su sentido, «según las determinaciones sociales y los proyectos culturales implantados en su estructura social y en su marco espacial/temporal» (29).


2.2. identificación nacional y su aproximación al imaginario social

Las relaciones entre las nociones de identidad, cultura y nación han sido profusamente estudiadas por las ciencias sociales en las últimas décadas. Este apartado propone recorrer históricamente el tratamiento teórico que se le ha dado a dichas relaciones, para generar un marco de referencia provechoso para nuestro análisis posterior.

En primer lugar, en esta tesina la noción de identidad se verá necesariamente atravesada por el concepto de nación. Anderson, cuya obra resultó clave para la conceptualización de las identidades contemporáneas, propone definir la nación como «una comunidad política imaginada como inherentemente limitada y soberana» (1983: 29). Es pertinente destacar la cualidad de imaginada, sobre la cual el autor se explaya:

Es imaginada porque aún los miembros de la nación más pequeña no conocerán jamás a la mayoría de sus compatriotas, no los verán ni oirán siquiera hablar de ellos, pero en la mente de cada uno vive la imagen de su comunión (27).

Es notable el papel fundamental que se le atribuye a la imagen como sustento social del imaginario, y en especial el caso de las imágenes estereotipadas. Amossy y Herschberg Pierrot destacan el carácter inevitable –incluso indispensable– del estereotipo como factor de cohesión social ya que «la visión que nos hacemos de un grupo es el resultado de un contacto repetido con representaciones enteramente construidas» (1997 [2010]: 41). Asimismo, señalan que la imagen colectiva de un grupo es determinante en los comportamientos e interacciones consecuentes de sus miembros. Entonces, a la hora de plantear un recorte para el análisis identitario a nivel nacional, resulta pertinente focalizarse en las representaciones estereotipadas de acontecimientos colectivos, como es el caso de esta tesina.

La visión que nos hacemos de un grupo es el resultado de un contacto repetido con representaciones enteramente construidas.
Amossy y Herschberg Pierrot, 1997 [2010]: 41

El sentido de pertenencia se elabora a partir de la autopercepción de los individuos como parte de un mismo grupo, construyendo colectivamente –sobre las bases de la experiencia, la memoria y la tradición– un relato común con el cual identificarse. Estos relatos se constituyen como una suerte de patrimonio nacional: leyendas, mitos, imágenes, pinturas, películas (García Canclini, 1997). Dicho patrimonio es entendido de un modo vivo, ya que no es un conjunto de bienes estables con valores y sentidos fijados de una vez y para siempre, sino que son elementos del pasado que funcionan a modo de formaciones residuales, incorporándose de manera activa al proceso social. A nivel identitario «históricamente los patrimonios [...] reafirman algo propio, sobreestimándolo en comparación con los bienes de otros» (García Canclini, 2010: 81).

Bauman señala que el surgimiento del Estado moderno cumplió un papel fundamental en la configuración de la noción de identidad tal como la entendemos hoy en día. En el paso de las comunidades de contacto directo a las imaginadas, el Estado constituyó un nexo que lo unía a cada ciudadano a partir de la idea de nación, comprendiendo la fuerza política que residía en la posibilidad de apelar a los mismos por medio de esta identificación (Hobsbawm, 1987 [2013]). El Estado convirtió el nacimiento en el fundamento de su propia soberanía, construyendo meticulosamente la convención de la «pertenencia por nacimiento» a la nación, a la que Bauman denomina como “ficción de la natividad del nacimiento”. El autor recurre al término ficción porque considera que la idea de identidad no es natural en tanto «ni se gesta ni se incuba en la experiencia humana de forma natural, ni emerge de la experiencia como un hecho vital evidente por si mismo» (2005: 49). También menciona que la identidad nacional, a diferencia de otras categorías identitarias, no reconoce la competencia u oposición, ya que no tolera otras identidades factibles de colisionar con la lealtad nacional.

Al estudiar el desarrollo histórico de esta noción, resulta interesante destacar la repentina importancia que toma durante el siglo xviii. Este siglo se caracterizó por los procesos de secularización acaecidos en Europa occidental y en ese contexto, el relato nacional se ofrece como una alternativa en el ocaso de los modos de pensamiento religioso, brindando un nuevo fundamento por el cual esforzarse:

La idea de que una sociedad nacional particular vive de forma decidida valores como la lealtad, la rectitud, la laboriosidad, entre otros, no sólo da contenido al vínculo simbólico entre los nacionales y su nación, sino que además otorga un horizonte de sentido compartido a las acciones cotidianas de las personas (Carretero, 2010: 31).

Sin embargo, estos macro relatos ya no tienen la fuerza estructuradora de aquel entonces: el paradigma del siglo xx se destaca por la existencia de múltiples narrativas, y con ellas, diversas perspectivas sobre un mismo tema. A esto se refiere García Canclini al hablar de la sociedad sin relato: «no digo que falten, [...] me refiero a la condición histórica en la que ningún relato organiza la diversidad en un mundo cuya interdependencia hace desear a muchos que exista» (2010: 19).

Grimson (2011) postula tres perspectivas teóricas básicas para abordar el espacio nacional: la primera –denominada esencialista– presupone la coincidencia entre nación, Estado, territorio, cultura e identidad, enfatizando una homogeneidad cultural basada en un conjunto objetivable de rasgos típicos como la música, comida, o vestimenta y postulando la existencia de un ser nacional:

Esa pretensión de homogeneidad cultural constituye antes un instrumento de legitimación del poder estatal que una realidad verificable [...] de ese modo, la pretensión de definir una identidad argentina uniforme e inmutable debe comprenderse como un acto político (27).

En segundo lugar, la perspectiva constructivista critica la idea de la existencia previa de rasgos culturales objetivos, sosteniendo que las comunidades son imaginadas y las naciones son artefactos ideológicos construidos por el Estado, a través de dispositivos como la educación, los símbolos nacionales y los rituales. Las investigaciones realizadas desde esta perspectiva concentraron su trabajo en los mecanismos que permitieron modelar la nación a voluntad de las élites o del Estado, pero dejaron de lado las condiciones sociales que posibilitaron el éxito de dichos procesos.

La crítica a ambas posturas por su rigidez y su falta de operatividad, llevó a formular una tercera perspectiva que, si bien coincide con los constructivistas en la idea de identificación nacional como resultado de un proceso histórico y político contigente, se focaliza en «la sedimentación de esos procesos en la configuración de dispositivos culturales y políticos relevantes [...] No se trata de procesos simbólicos que son resultado de fuerzas simbólicas, sino de lo que se ha vivido históricamente en el proceso social total» (163). En ese sentido, es acorde comprender los espacios nacionales como «campos de interlocución en los que algunas formas de identificación son legitimadas en los procesos de alianza y conflicto, mientras otras son invisibilizadas» (21), coincidiendo con Castells, quien menciona que «la etnicidad, la religión, la lengua, el territorio, per sé no son suficientes para construir naciones e inducir el nacionalismo. Sí lo es la experiencia compartida» (1997 [2001]: 52). Entonces, los Estados nación se conciben como campos de interlocución donde grupos con intereses contrapuestos acuerdan la forma en que sus disputas deben llevarse a cabo, conformando un marco heterogéneo compartido.

Para el estudio de la dimensión identitaria dentro del espacio nacional, Grimson establece una analogía con los conceptos de sedimentación, erosión y acciones corrosivas: entiende que la sedimentación de las capas de los procesos históricos son la base de la constitución identitaria y que pueden verse erosionadas a partir de experiencias dramáticas como crisis colectivas o atacadas por agenciamientos sociales que buscan su ruptura o disolución. Cabe aclarar que si bien la sedimentación posee un carácter heterogéneo, instituciones formales como la escuela articulan la distribución homogénea de experiencias históricas compartidas, y por lo tanto su lugar es clave en la generación del sentimiento de pertenencia a la nación.

2.3. Reproducción del imaginario social: implicancias de las efemérides históricas

Como se ha mencionado en el apartado de Cultura, las instituciones juegan un papel fundamental dentro del proceso de reproducción cultural, en especial aquellas relacionadas a la educación. El desempeño de la escuela estatal es clave en la distribución y legitimación de un relato hegemónico –la historia nacional que se cristaliza en dispositivos como libros escolares, rituales cívicos y discursos políticos. En el caso de la Argentina, se puede entender al espacio escolar como el escenario de la construcción del sentimiento de pertenencia a la nación. Esto se trasparenta en decisiones estatales enfocadas en el desarrollo de un vínculo afectivo con la nación, como la imposición de la obligatoriedad escolar partir del año 1886, medida tomada en pos de instruir a grandes masas de hijos de inmigrantes bajo una historia eminentemente argentina (Carretero, 2004). Cabe destacar que en pocos años el país había recibido más de 300.000 inmigrantes de diversas procedencias, conformando un grupo sumamente heterogéneo, a la vez que tomaba lugar la expansión de corrientes contestatarias como el anarquismo (López, 2009) y el auge de una nueva etapa en la construcción de las naciones y nacionalidades en Europa, en un clima de expansión colonial imperialista (Bertoni, 2001).

En ese sentido, una de las soluciones implementadas fue la incorporación como asignatura obligatoria de la historia nacional en todos los niveles educativos y con especial énfasis en los primeros años, configurándose como una eficaz herramienta política con fines identitarios. Carretero (2010) advierte que el punto focal de esta práctica no es la comprensión crítica del proceso histórico sino la educación de los sentimientos morales, ya que durante el proceso de aprendizaje los niños interiorizan valoraciones de los hechos históricos y construyen imágenes fuertemente afectivizadas sobre éstos:

El objetivo principal del relato histórico-moral es generar identificación con la nación, adscripción a un proyecto compartido, autoreconocimiento en una cultura singular y valoración de la historia propia. Esto explica porqué buena parte de estos relatos son personalistas, esto es, definen como centro de los acontecimientos a sujetos con los cuales el lector, un lector universal aunque principalmente un joven lector, pueda construir una relación empática (44).

Se pueden rastrear los procesos de desarrollo de la identidad nacional a partir del estudio del relato histórico a lo largo del tiempo. Resulta interesante observar que si bien el mismo se ha conformado por una retahíla de sucesivos hechos fundacionales establecidos canónicamente y estructurados desde una perspectiva cronológica, la esencia de la nación, sin embargo, permanece intacta ante cualquier contingencia histórica (Romero, 2004). Esto se debe a que se seleccionan y ordenan los acontecimientos en favor de una aparente solidez que resulta conveniente dado su carácter pedagógico, aunque esto suponga desestimar sucesos o personajes que puedan atentar contra la coherencia de la versión hegemónica.

Las efemérides patrias permanecen vigentes hasta el día de hoy y constituyen el hilo conductor del relato histórico en el proceso social; por tanto, son ineludibles a la hora de estudiar la identificación a nivel nacional. La conmemoración de las mismas surgió con un carácter popular aldeano y hacia finales del siglo XIX fue trasladada a la institución escolar en un esfuerzo por revitalizar las fiestas públicas oficiales, más precisamente en mayo de 1889 cuando un acuerdo del Consejo Nacional de Educación estableció la celebración de las fiestas patrias en las escuelas y se organizaron grandes celebraciones conmemorativas que se ritualizaron y convirtieron en uno de los principales ámbitos de la conservación selectiva de la tradición patria (Bertoni, 1992). Este proceso estuvo acompañado por la materialización de referentes, como monumentos e imágenes alusivas, claves en la incorporación de estos sucesos al imaginario colectivo, conformando así una imagen del nosotros en tanto comunidad imaginada.

El soporte por excelencia para plasmar estas representaciones era el libro de texto escolar. Carretero recupera las conclusiones arrojadas por un estudio realizado por un grupo de investigadores argentinos (Romero, Cohen, Sarlo y otros, 1998), donde sostienen que «los libros de texto muestran una imagen atemporal y ahistórica de la nación, en la cual los otros, lejos de provocar confrontaciones u ofrecer otras miradas, son presentados como simples imágenes especulares de la propia nacionalidad, prefijada y autorreferencial» (Carretero, 2004: 178).

La imagen presenta ciertas propiedades que serán desarrolladas en profundidad más adelante, pero es pertinente mencionar el carácter insustituible de las imágenes clave (en conjunto con los contenidos textuales) en la configuración de las representaciones históricas de los alumnos. Carretero advierte que «algunas particularidades de la imagen misma que en principio pueden parecer garantía de objetividad, como su supuesta transparencia, pueden ser utilizadas precisamente para velar por los procesos de generación de estereotipos y valoraciones» (179).

Las imágenes requieren de una actividad interpretativa por parte de quien las observa, en la que se entrecruzan aspectos perceptivos, representativos y cognitivos. A mayor nivel de formación, la lectura de la imagen se vuelve más compleja y contextualizada: se cuestionan las intenciones comunicativas, se considera el contexto de producción y se comprende la multiplicidad de interpretaciones de la misma representación. Es preciso señalar entonces, la incapacidad por parte de niños de corta edad (5 a 10 años) de realizar lecturas que superen el nivel de ingenuidad, donde la representación se interpreta como una copia de la realidad y se incorpora de manera no problemática; teniendo en cuenta que a esta edad no se tienen las herramientas necesarias para analizar o cuestionar críticamente los procesos que median entre un hecho histórico y su representación, «fundamentalmente los que refieren a la procedencia e ideología del autor, al contexto histórico y a las técnicas utilizadas en su producción» (194).

La fijación del relato con una marcada adhesión emocional a temprana edad, condiciona el proceso de formación, dificultando el análisis objetivo en etapas más avanzadas del aprendizaje: al legitimarse un relato estereotipado y de alto sesgo político que muchas veces se superpone a la información historiográfica, se pone en riesgo la formación de capacidades críticas y de pensamiento histórico de los alumnos (Carretero y Castorina, 2010).